El 30 de mayo de 1967 las provincias del sudoeste
nigeriano anunciaron su secesión y se
autodenominaron la República de
Biafra. Una semana después el gobierno federal de
Nigeria lanzó una campaña militar contra la nueva república y el 30 de octubre tomó su capital,
Enugu. Dos años después, la campaña militar disminuyó y
Nigeria tomó una política de sitio y bloqueo sobre el pequeño territorio de
Biafra, dejando más de un millón y medio de muertos por las armas o por la hambruna. Pero un día todo cambió.
Se anunció la visita del Santos de Pelé y un partido contra la selección
nigeriana y el conflicto se detuvo.
Nigeria y
Biafra hicieron una tregua, un alto al fuego de dos días para que todos sus habitantes pudiesen ver a Pelé (mayor
goleador de la historia de la selección brasileña). Meses después, en enero de 1970, la guerra terminó con un saldo muy alto de vidas humanas, aminoradas por la llegada de Pelé y su Santos, y por supuesto, del fútbol.
Así como Pelé calló el ruido de las armas en
Nigeria por dos días,
Ghiggia,
Puskás,
Müller, Di
Stéfano,
Francescoli,
Garrincha,
Butragueño,
Kempes y muchos otros jugadores de fútbol lograron levantar a la gente de sus asientos, que se olvidaran de todo problema, que vivieran por un momento la gloria y el placer, para hacerles recordar que no es por casualidad que el mundo es redondo, redondo como una pelota de fútbol.
Pero ya dejó de
serlo, o lo es mucho menos desde hace un par de décadas. El espectáculo se arruinó, se olvidaron de jugar porque divierte y se convirtió en un negocio y como tal, se corrompió.
Se empezó a jugar por el dinero y los equipos dejaron de
serlo porque todos querían lucirse, todos querían ser el centro de atención y brillar. Ya no es alegría, es ganar y el jugador se convierte en un producto. Los empresarios hacen con él lo que les
plazca: lo venden, lo compran, lo que sea prometiéndole el mundo. Se entrenan forzosamente a diario y viven de analgésicos e infiltraciones de cortisona para calmar el dolor. Juegan de 35 a 45 partidos por temporada con la presión de ser el mejor. Veinte años antes el Mágico
González no se entrenaba nunca y llegaba tomado a los juegos pero desde que tocaba la pelota hacía lo que su nombre reza: magia. Y él mismo lo dice, “…tengo una tontería en el coco: no me gusta tomarme el fútbol como un trabajo. Si lo hiciera no sería yo. Sólo juego por divertirme.”
Ahora los futbolistas tienen una vida digna de militares y a los 20 o 30 años están exhaustos, muertos, inservibles. Ya no disfrutan, viven con la presión de no decepcionar, se les paga para ganar y por eso se invirtió en ellos, se les fichó.
Fichajes a costos
estratosféricos, números exagerados. Los mercados de futbolistas se han convertido en el centro de atención. Todos compran aunque no necesiten y los supuestos
fichajes venden millones de periódicos. Antes las ganancias de los equipos se hacían de la venta de boletos para ver los partidos, ahora el 51% de los ingresos de los equipos sudamericanos dependen totalmente de las transferencias de jugadores.
Se acabaron las ganas de divertirse y divertir al hincha, los goles ya son menos, son extraños. Los grandes sólo se preocupan en no perder; en ganar 1 – 0 y llevarse los puntos, dejaron de arriesgar. En el mundial de Suiza en el 54 se anotaron un estimado de 5.4 goles por partido y 52 años después en Alemania se anotaron 2.3. Triste. El entrenador dejó de
ser entrenador y se convirtió en director técnico. En un dictador que detiene la improvisación y limita las libertades de los futbolistas, se paran donde él dice y hacen como él quiera. En Brasil se olvidaron del 1- 4- 5 y le dieron vuelta, ahora son cinco defensas, cuatro medios de los que dos son defensivos, y un delantero solo, a que meta lo que pueda, las pocas bolas que le llegan. Renunciaron a la diversión y lo que importan son los resultados y si los resultados no llegan el técnico se va, se van como los dulces. Eduardo
Galeano, periodista y escritor uruguayo, en su libro
El fútbol a sol y sombra, lo explica así:
"La maquinaria del espectáculo tritura todo, todo dura poco, y el director técnico es tan desechable como cualquier otro producto de la sociedad de consumo. Hoy el público le grita:
¡No te mueras nunca!
Y el Domingo [sic] que viene lo invita a morirse.
El cree que el fútbol es una ciencia y la cancha un laboratorio, pero los dirigentes y la hinchada no sólo le exigen la genialidad de Einstein y la sutileza de Freud, sino también la capacidad milagrera de la Virgen de Lourdes y el aguante de Gandhi."
Pero ahora que el fútbol dejó su naturaleza deportiva y se convirtió en “un fútbol negocio, un fútbol dinero” como lo llama
Rattín, antiguo
mediocampista de Boca allá por el 66, hay que saber manejarlo bien. Un mercado libre funciona perfectamente, el mercado de piernas no es tan diferente a cualquier otro.
Lamentablemente los políticos y burócratas de la
FIFA han intervenido, han creado una “cláusula de reserva” que impide a los clubes manejarse libremente. Evitan el espectáculo por el miedo a la
monopolización del fútbol. Pero el fútbol no se puede monopolizar. Se necesitan dos equipos para jugar un partido. Además existe la "Hipótesis de la incertidumbre del resultado" que Lorenzo
Bernaldo de
Quirós, en su artículo "Fútbol y economía", plantea así: “Si uno o dos clubes se vuelven demasiado fuertes, el eventual interés de los espectadores por el espectáculo puede desvanecerse.” Y el fútbol perdería su razón de existir.
Sea como sea manejado, el fútbol es un deporte y una industria que maneja cantidades inmensas de dinero, todo gracias a la pasión y las alegrías que pueden crear sus integrantes. Una industria que empezó con una pelota de caucho, un par de piernas y muchos sueños.
Galeano tiene razón: “El fútbol es el deporte más barato del mundo. Pero la pelota tiene mágicos poderes y puede hacer brotar mucho dinero del pasto.”
Eduardo Zamora
(Por alguna razón, al publicar la entrada la cita en bloque pierde las sangrías que le pongo al editarlo, espero comprendan)